Algunos libros:
- Sangre tan caliente y otras pasiones (1997)
- La desmemoria (1999) Salta: Ediciones del Robledal
- Cielo de tambores (2002)- tr. Nick Hill, Sky of Drums, Curbstone Press
Tuve la suerte de toparme con este cuento hace varios años, que mantiene viva la imagen de "Gabo" y hace olvidar las inclemencias de la edad ( y, que además tiene guiños fantásticos), a saber:
Aquella mañana ningún sexto ni séptimo
sentido me alertó de lo que viviría. Juro que ni siquiera lo presentí. Sabía
que él deambularía por allí. Sabía también que moriría de congoja si no lo
divisaba al menos desde lejos. Atisbar su nariz curvada, su pelo ondulado. Sólo
eso me haría tocar el cielo, que para mí está muy cerca de él. Pero hasta ahí
llegaba mi fantasía: observarlo a la distancia. Ver pasar su figura, mi
adoración. Con eso me conformaba. No me animaba a soñar más. Aprendí ya del
peligro de los sueños desbocados, de los amores contrariados, de las pasiones
que quebrantan. Me conformo con poco y así los dolores se atenúan y la vida no
duele tanto.
Desde
mi solitaria adolescencia atravesada, como todas, por angustias y recelos, sus
perros azules y su bello ahogado fueron para mí amparo y regazo. Certidumbre de
saber que tenía quién me escribiera.
Mientras desayunaba en el cuarto de mi hotel,
próximo a la Feria
del Libro de Guadalajara, leí en el programa de aquel día que, en la
Sala Juan Rulfo, Gabriel García Márquez
acompañaría en la mesa a Carlos Fuentes. Miré mi reloj, faltaba una hora. El
pecho amenazó detonarme de júbilo. Me inquieté. Hacía ya tiempo que mi corazón
vivía sin sobresaltos. Pero de repente ya no me alcanzaba atisbarlo. Bajé la
guardia y decidí que por ese sólo día no esquivaría la esperanza. Haría un
espacio a la ilusión, daría la espalda a la realidad. Sólo por ese día, no
fuera cosa que el delirio pretendiera manejarme como antes, cuando soñaba con
desenfreno y vivía con intensidad. Resolví que quería entrar al lugar y
sentarme a contemplarlo, sólo eso, todo eso.
Presa de un frenesí inadecuado comencé a
revolver entre la ropa que había llevado, descabelladamente, en mi valija. Nada
servía para mis propósitos. Lo inapropiado imperaba en mi ajuar. Desde “un
saquito por si refresca” hasta un vestido clásico negro “para cualquier
ocasión”, resabios grabados a fuego de consejos maternos que advertían
admonitorios de la imperiosa necesidad de tener siempre lista la “ropa interior
para ir al médico”, jamás para el goce de los cuerpos. Con el saquito bien
podría limpiarme los zapatos ya que el calor de la Feria lo convertiría en un
instrumento de tortura. Al vestido clásico negro podría donarlo a una novicia
que de seguro lo descartaría por austero… Desolada me senté en la cama: ahí
estaba el resultado de años de esquivar las emociones. Vestuario inútil para la
seducción. Y como si no fuera suficiente para el desaliento, debía lidiar con
mi figura, que me jugaba diabólicas pasadas de un tiempo a esta parte.
Mi cuerpo había cobrado vida propia:
desobedeciendo las dietas, se ensanchaba en sitios impensados, se curvaba en
lugares inesperados y, con terror, descubría cada vez con más frecuencia la
figura de mi madre en el espejo. Me incorporé de un salto: ninguna desalmada
abuela reencarnada en aquellas prendas ridículas iba a desmantelar mis planes.
Volví a la carga y con mirada menos exigente pasé revista a mis trapos. Había
llevado un poco de todo: prendas viejas, nuevas y prestadas por amigas
piadosas. “Algo nuevo, algo usado, algo azul y algo prestado”, canturreé mientras
me enfundaba en mi viejo jean y me abrochaba una camisa que me acompañaba desde
varias primaveras. Negra, por supuesto. Me calcé unas botas negras de gamuza de
taco muy alto, contribución de mi hija – “por favor, llevate algo decente”-,
que me otorgaron cierta esbeltez y poco equilibrio; me pinté bastante más de lo
habitual; perfumé desde mi cuello hasta la cartera, y con paso lento por las
botas, pero no seguro, por la misma razón, abandoné la habitación.
Con fingida calma me dirigí al lugar. “Por si
acaso, lo intento…”, rumié aterrada, escudada en ese débil “quizás”, para no
naufragar en el desengaño. Si corría – no lo veía probable con aquellos tacos
-, si robaba un lugar en la fila, si me volvía invisible para la multitud que
de seguro aguardaba en la puerta, podría ver en persona al mismo cielo.
Me escurrí invisible entre la muchedumbre,
avancé casi en cuclillas, vislumbré el milagro de una silla vacía en la primera
fila y, sin pudor, me deslicé triunfal sobre ella. Las voces se acallaron y, en
medio de un silencio reverente, subieron al escenario los ilustres. Entre
ellos, él. Envuelto en olor a guayabas. Mi amor sin demonios.
Las
luces se apagaron. Si bien ya estaba advertida por el programa de la Feria que Gabriel García Márquez
sólo acompañaría en la mesa a Carlos Fuentes, me inundó una enorme decepción.
“No voy a escucharlo, no voy a escucharlo”, me escandalicé. Luego me reté con
furia por no disfrutar aquel regalo. Suspiré resignada y me dediqué con desenfreno
a recorrer su figura, escudriñar su mirada, aprenderme de memoria su sonrisa.
Que nadie me pregunte nunca qué se dijo en aquel importante evento.
Al
concluir la conferencia, mi amado de alas enormes bajó del escenario entre
aplausos y apretujones. Lo aguardaba una marea de admiradores que lo empujaban
de un lado a otro, haciéndolo tambalear. Rendido por tanta devoción, buscó
seguridad en la silla más próxima: la que estaba exactamente al lado de la mía…
Blacamán me había regalado ese milagro y no me importaba el costo. Ahí estaba
yo, atónita y temblorosa, a su costado derecho, unos pocos centímetros atrás.
Ambos sentados en la primera fila. Silla contra silla. La de él y la mía. Él y
yo. Y sin advertencias, como suceden las cosas primordiales, viví un efímero
romance con la manga del saco de Gabriel García Márquez. Con Gabriel García
Márquez adentro del saco.
Náufraga muda, con mi coraje a medias y mi
vergüenza desorbitada, imposibilitada de alzarme de mi asiento para acoplarme a
los valientes que lo palmeaban, abrazaban y besaban. Paralizada, incompetente
para requerirle, como el resto del mundo, un autógrafo, una dedicatoria, una
foto. Ni siquiera me movía de aquella silla azul trabada a la de él.
Simplemente flotaba sobre mi asiento mientras mis ojos enfocaban la manga de su
saco, a escasos centímetros de mi mano, como el único territorio posible.
Claro que soñé encontrarlo. Muchas veces. Imaginé
pasillos de alfombras rojas en los que nos cruzábamos y yo festiva y ocurrente,
entre tintineos de pulseras, lo besaba resuelta y le decía:
-
Maestro, ¡qué placer!
Pero así, manga a ojo, trama verde y negra
jaspeada a yema de dedo, acariciando la textura de la tela de su saco, nunca
deliré.
Mientras yo permanecía en patético trance, él
sonreía paciente y firmaba los libros que la raza de valientes admiradores, a
la que yo definitivamente no pertenecía, le acercaba con descaro e
irreverencia. Con una sonrisa estúpida, a la derecha de su manga derecha, con
mi dedo índice yo continuaba acariciando con unción la tela jaspeada,
eternizando el instante, ya vencida por las evidencias de que era una cobarde. Admitiendo
que nunca sería festiva ni ocurrente. Y que nunca tuve pulseras tintineantes.
¿Dónde
había quedado la que años atrás bajaron de decenas de escenarios de festivales
musicales, la que fue vergüenza de sus hijos en múltiples recitales donde el
frenesí me empujaba sin pensar en el ridículo?
Sobre mi parálisis sobrevolaban mariposas
amarillas y nunca me sentí tan poca cosa. Sólo mi dedo se movía con leves
brincos, cada vez que tropezaba con un nudo diminuto del tejido de su saco. De
la manga derecha de su saco, de la que me había hecho propietaria a fuerza de
tantos frotes. Desfallecida de dicha, era ya una hebra más de aquél género
sobre el que mi dedo delineaba praderas verdes y oscuras.
Cerré los ojos por un instante, mientras me
hundía en aquellos pastos bicolores. Él y yo caminábamos de la mano. Éramos
Remedios la bella y Mauricio Babilonia temblando de cercanía, en una verde
pradera salpicada de guijarros negros. Nuestros pasos se adaptaban armoniosos,
avanzando sobre la grava montuna de su manga, que atenuaba nuestra marcha,
mientras me susurraba al oído que cabe todo abril en una rosa.
Los murmullos del mundo y sus hojarascas me
expulsaron de mi paraíso. Abrí los ojos. Resignada recuperé mi movilidad y con
desconsuelo ordené a mi mano que ordenara a mi dedo que basta de caricias. El
paño, sin dudas, se había adelgazado a fuerza de tocarlo. Intentaría, con una
hilacha de audacia, ponerme de pie, darle la mano, mirar de frente su rostro
afectuoso al que comencé a reverenciar desde mis cientos de soledades. Si no lo
hacía, si no me atrevía a perder mi invisibilidad, no existiría para mí una
segunda oportunidad sobre la tierra.
Dominando mi cobardía, comencé a levantarme
lentamente de mi silla, encandilada por los flashes que no cesaban. Pero su
asiento enganchado en el mío, ya sin mi peso, hizo que él se tambaleara. Entonces
giró su cabeza hacia mí y sus ojos me sonrieron:
-
No te vayas, que me caigo – me dijo.
Fulminada por su pedido, me desplomé sobre la
silla. Y por un instante me sentí ama absoluta de su universo. Sin mí él se
caía. Yo lo sentía con mi cuerpo, era la dueña del equilibrio de Gabriel García
Márquez. Y permanecí inmóvil en mi silla, con mis pies torturados por las botas
de gamuza de taco muy alto y mi tonta sonrisa que ya acalambraba mis mejillas.
No osaba siquiera respirar, no fuera que hiciera tambalear al maestro. No fuera
que el mágico paseo por la pradera de su manga se borrara de mi memoria y sus
laberintos con un mínimo balanceo. Los sueños son una gasa tan frágil que el
impredecible roce de la realidad los hace desaparecer. Si lograba que la yema
de mi dedo grabara para siempre esa textura, habría alcanzado la eternidad sin
funerales.
Dos hombres de seguridad se aproximaron
decididos y ceñudos a salvarlo de los excesos de la idolatría. Entre brazos
extendidos y llenos de fervor que el imploraban unos minutos más, lo ayudaron a
incorporarse de su silla, a marcharse de mi lado. Ver alejarse para siempre de
mi vida aquella espalda encorvada, enfundada en mi prado verde y negro, me hizo
recobrar la voz:
-
¡Sólo Dios sabe cuánto te amé! – casi le
grité, aterrada ante mi impudor, creyéndome Juvenal Urbino antes de morir.
Se detuvo, se dio vuelta hacia mí y sonriendo
apenas, como se sonríe a una fantasma, me susurró con el timbre exacto que
utilizó cerca de mi oído en la pradera:
-
¡Gracias!
Y yo supe que a partir de ese relámpago de
amor sólo me restaba envolverme en el azul del cielo, que para mí sería ya para
siempre color verde oscuro y negro, y morir feliz, sin anunciar mi muerte a nadie.
Che.. todo bien, gracias pero... en relación a tu comentario en mi blog.. ¿de donde carajo sacaste que somos músicos??? jajaja Igual gracias otra vez, ingenua.
ResponderEliminarEs bueno saber que en el interior la gente también escribe, en serio, sin chiste, desde Buenos Aires los medios acostumbran a mostrar todo lo que está más allá del conurbano como algo desolado, vacío y en donde la gente apenas si logra sobrevivir el día a día. El interior sólo existe cuando algún cronista de la tv (o lo que sea) de BsAs viaje para mostrarnos lo que no sabemos ver. Por ellos siempre saben ver, y los demás no...
ResponderEliminarSaludos!
J.
si lograba que la yema de mi dedo grabara para siempre esa textura, habría alcanzado la eternidad sin funerales.
ResponderEliminarEste parrafito es excelente, las descripciones, las situciones, las sensaciones que trasmite es algo unico, un placer leer algo como esto.
Sí. Es cierto, ahí ya tenes por lo menos una referencia a un texto de García Márquez. Está plagado de guiños, es divertido encontrarlos, estoy bastante convencida de que todavía no encontré todos y si los encuentro hay algunos que no recuerdo a donde atribuirlos. Una fanática en serio la señora (hoy 58 años). Saludos.
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