28 de septiembre de 2012

La princesa y su reinado

Y la pintora se sonríe de oreja a oreja al leer el mensaje y se aleja, dando saltitos, para continuar con su pieza maestra.
La artista está en su obra, concentración sólo interrumpida por su apostolado de ayudar a su familia necesitada.

De Dany

22 de septiembre de 2012

El caballo blanco de San Martín

Contexto: Mis vecinas son: Una madre viuda y tres hijas, una ya casada (hace medio año), la otra se casa esta noche y la tercera vive en la casa materna, ésta última y la madre se preparan para ir a la fiesta:

Hija: Má, ¿podrías cargar los dos juegos de sandalias?
Madre: ¿Cuáles? ¿Las chatitas?
H: No te importa qué sean, te pregunto si podés o no.
M: Es que no te entiendo.
H: ¿Podés cargar las chatitas?
M: ¡Ah! Sí.

19 de septiembre de 2012

Intitulado: Nº 13

Entonces, ¿venís a la noche?... Ah, bueno pero, ¿y eso que tiene que ver?... No, claro, pero... Y sí, supongo que podría, yo decía... Hmm, pero yo pensaba, porque bueno, tengo todo arreglado y... ¡Ah! pero no sabía que... Claro, bueno, entonces que te diviertas, un beso.

-¿Y? ¿Va a venir a verte?
- No.
- Pero si venían tan bien...
-Sí, bueno... A veces pasa.
- Pero, qué... ¿discutieron?
- No, no, para nada... nos llevamos muy bien.
- No entiendo... ¿entonces?
- Entonces nada.
- Pero y ¿por qué no viene?
- Me dice que sale con los amigos, pero sospecho que se ve con otra.
- ¿No le preguntaste?
- No. No me corresponde, ni que fuera novio mío...
- Entonces... ¿por qué salen?
- Y yo que sé... es que me puede tanto...


15 de septiembre de 2012

Boceto de familia 2: El almuerzo

La escena se remite a la cocina, un sábado al mediodía antes de que lleguen el resto de los comensales esperados. Estamos en la cocina, mis abuelos y yo. Mi abuela, amasando los ñoquis. Mi abuelo, sentado en una mesa del costado, mirando hacia la pared, callado, esperando a que se haga la carne para la salsa.

Abuela: Hija, fijate, por favor, si ya está hirviendo el agua de la cacerola plateada.

Abuelo (responde mientras yo, la nieta, me quedo congelada en el medio de la cocina): ¿Cómo va a estar el agua si no has prendido la hornalla?

Abuela (Atónita por la respuesta, se acerca a mi abuelo): Y decime, ¿Cómo no la prendiste vos?

Abuelo: Ah, bueno, es que yo recién me doy cuenta.

Abuela (Me mira, buscando complicidad, niega con la cabeza y comenta por lo bajo mientras vuelve a amasar): ¿Te das cuenta?
 
Al rato, después de charlar conmigo, se acuerda y prende la hornalla (que dicho sea de paso, yo tampoco nunca prendí).

Domingo

Oak Cliff Bra -Edie Brickell

Se refregaba la panza, midiéndola, sopesándola, mientras pensaba que aunque le disgustaba no haría nada para cambiarlo.
Subió los pies al marco de la ventana y se balanceaba en la silla.
Miraba hacia el horizonte, hacia la calle, hacia las ventanas de otro edificio.
Había puesto música, más como un murmullo que otra cosa.
El adormecimiento y la tristeza se iban fundiendo en una misma cosa.
El vecino de enfrente hablaba por celular, se miraron por la ventana unos minutos, hasta que ambos desviaron la mirada. Cortó el teléfono y se alejó.
Una mujer pasaba con su perro.
Una cuantas bicicletas, un par de autos.
Hacía mucho calor y quizás llovería.
Los pies se golpean contra la ventana, la silla se corre, el cuerpo cae. Era todo lo que hacía falta para que despierte del sopor de domingo.


12 de septiembre de 2012

No andaría vendiendo alpargatas

Obnubilado miraba el televisor. A veces me miraba, moviendo los labios y haciendo mímicas.
A veces se arrimaba un poquito con besos interrumpidos.
El aire que entraba y salía.
En algún momento mis ojos se abrieron y oyendo lo que debería haber oído desde un principio, simplemente te deseaba desde la lejanía.
Allá perdido, desde acá abajo te miraba.
La sonrisa que poco te conocí.

Deep Purple - Love don't mean a thing

(Si en algo concordamos es en que son letras de rock & roll, pero si yo tuviera esa voz...)

8 de septiembre de 2012

F.P.

- A la una lo llevaron. Asique todos fuimos a esa hora. Ella va a cargar con la culpa, va a quedar en su conciencia (si es que tiene una). Todos coinciden que fue por eso y todo el lío judicial... me dieron lástima los pendejos, no sabés... de esta estatura... Justo cuando yo llegué, llegaba la madre... fue terrible. Ella no tenía señal, entonces se enteró por vecinos que fueron y le avisaron, pero te imaginas hasta que recibió la noticia y pudo bajar desde allá... seguro se le hizo eterno. Terrible... vos lo veías y parecía dormido, casi esperaba que se despierte.

4 de septiembre de 2012

Mi idilio con la manga del saco de Gabriel García Márquez

Ana Gloria Moya es nacida en Tucumán y radicada en Salta. Ejerció su profesión en el poder judicial de en Salta. Su obra más importante es la novela "Cielo de tambores", producida y publicada en Salta. Ganó el galardón internacional Premio Sor Juana Inés de la Cruz en 2002. Se trata de una novela histórica basaga en la vida del Dr. Manuel Belgrano con dos personajes marginales de la sociedad.
Algunos libros:
  • Sangre tan caliente y otras pasiones (1997)
  • La desmemoria (1999) Salta: Ediciones del Robledal
  • Cielo de tambores (2002)- tr. Nick Hill, Sky of Drums, Curbstone Press 
Tuve la suerte de toparme con este cuento hace varios años, que mantiene viva la imagen de "Gabo" y hace olvidar las inclemencias de la edad ( y, que además tiene guiños fantásticos), a saber: 

Aquella mañana ningún sexto ni séptimo sentido me alertó de lo que viviría. Juro que ni siquiera lo presentí. Sabía que él deambularía por allí. Sabía también que moriría de congoja si no lo divisaba al menos desde lejos. Atisbar su nariz curvada, su pelo ondulado. Sólo eso me haría tocar el cielo, que para mí está muy cerca de él. Pero hasta ahí llegaba mi fantasía: observarlo a la distancia. Ver pasar su figura, mi adoración. Con eso me conformaba. No me animaba a soñar más. Aprendí ya del peligro de los sueños desbocados, de los amores contrariados, de las pasiones que quebrantan. Me conformo con poco y así los dolores se atenúan y la vida no duele tanto.
Desde mi solitaria adolescencia atravesada, como todas, por angustias y recelos, sus perros azules y su bello ahogado fueron para mí amparo y regazo. Certidumbre de saber que tenía quién me escribiera.
Mientras desayunaba en el cuarto de mi hotel, próximo a la Feria del Libro de Guadalajara, leí en el programa de aquel día que, en la Sala Juan Rulfo, Gabriel García Márquez acompañaría en la mesa a Carlos Fuentes. Miré mi reloj, faltaba una hora. El pecho amenazó detonarme de júbilo. Me inquieté. Hacía ya tiempo que mi corazón vivía sin sobresaltos. Pero de repente ya no me alcanzaba atisbarlo. Bajé la guardia y decidí que por ese sólo día no esquivaría la esperanza. Haría un espacio a la ilusión, daría la espalda a la realidad. Sólo por ese día, no fuera cosa que el delirio pretendiera manejarme como antes, cuando soñaba con desenfreno y vivía con intensidad. Resolví que quería entrar al lugar y sentarme a contemplarlo, sólo eso, todo eso.
Presa de un frenesí inadecuado comencé a revolver entre la ropa que había llevado, descabelladamente, en mi valija. Nada servía para mis propósitos. Lo inapropiado imperaba en mi ajuar. Desde “un saquito por si refresca” hasta un vestido clásico negro “para cualquier ocasión”, resabios grabados a fuego de consejos maternos que advertían admonitorios de la imperiosa necesidad de tener siempre lista la “ropa interior para ir al médico”, jamás para el goce de los cuerpos. Con el saquito bien podría limpiarme los zapatos ya que el calor de la Feria lo convertiría en un instrumento de tortura. Al vestido clásico negro podría donarlo a una novicia que de seguro lo descartaría por austero… Desolada me senté en la cama: ahí estaba el resultado de años de esquivar las emociones. Vestuario inútil para la seducción. Y como si no fuera suficiente para el desaliento, debía lidiar con mi figura, que me jugaba diabólicas pasadas de un tiempo a esta parte.
Mi cuerpo había cobrado vida propia: desobedeciendo las dietas, se ensanchaba en sitios impensados, se curvaba en lugares inesperados y, con terror, descubría cada vez con más frecuencia la figura de mi madre en el espejo. Me incorporé de un salto: ninguna desalmada abuela reencarnada en aquellas prendas ridículas iba a desmantelar mis planes. Volví a la carga y con mirada menos exigente pasé revista a mis trapos. Había llevado un poco de todo: prendas viejas, nuevas y prestadas por amigas piadosas. “Algo nuevo, algo usado, algo azul y algo prestado”, canturreé mientras me enfundaba en mi viejo jean y me abrochaba una camisa que me acompañaba desde varias primaveras. Negra, por supuesto. Me calcé unas botas negras de gamuza de taco muy alto, contribución de mi hija – “por favor, llevate algo decente”-, que me otorgaron cierta esbeltez y poco equilibrio; me pinté bastante más de lo habitual; perfumé desde mi cuello hasta la cartera, y con paso lento por las botas, pero no seguro, por la misma razón, abandoné la habitación.
Con fingida calma me dirigí al lugar. “Por si acaso, lo intento…”, rumié aterrada, escudada en ese débil “quizás”, para no naufragar en el desengaño. Si corría – no lo veía probable con aquellos tacos -, si robaba un lugar en la fila, si me volvía invisible para la multitud que de seguro aguardaba en la puerta, podría ver en persona al mismo cielo.
Me escurrí invisible entre la muchedumbre, avancé casi en cuclillas, vislumbré el milagro de una silla vacía en la primera fila y, sin pudor, me deslicé triunfal sobre ella. Las voces se acallaron y, en medio de un silencio reverente, subieron al escenario los ilustres. Entre ellos, él. Envuelto en olor a guayabas. Mi amor sin demonios.
Las luces se apagaron. Si bien ya estaba advertida por el programa de la Feria que Gabriel García Márquez sólo acompañaría en la mesa a Carlos Fuentes, me inundó una enorme decepción. “No voy a escucharlo, no voy a escucharlo”, me escandalicé. Luego me reté con furia por no disfrutar aquel regalo. Suspiré resignada y me dediqué con desenfreno a recorrer su figura, escudriñar su mirada, aprenderme de memoria su sonrisa. Que nadie me pregunte nunca qué se dijo en aquel importante evento.
Al concluir la conferencia, mi amado de alas enormes bajó del escenario entre aplausos y apretujones. Lo aguardaba una marea de admiradores que lo empujaban de un lado a otro, haciéndolo tambalear. Rendido por tanta devoción, buscó seguridad en la silla más próxima: la que estaba exactamente al lado de la mía… Blacamán me había regalado ese milagro y no me importaba el costo. Ahí estaba yo, atónita y temblorosa, a su costado derecho, unos pocos centímetros atrás. Ambos sentados en la primera fila. Silla contra silla. La de él y la mía. Él y yo. Y sin advertencias, como suceden las cosas primordiales, viví un efímero romance con la manga del saco de Gabriel García Márquez. Con Gabriel García Márquez adentro del saco.
Náufraga muda, con mi coraje a medias y mi vergüenza desorbitada, imposibilitada de alzarme de mi asiento para acoplarme a los valientes que lo palmeaban, abrazaban y besaban. Paralizada, incompetente para requerirle, como el resto del mundo, un autógrafo, una dedicatoria, una foto. Ni siquiera me movía de aquella silla azul trabada a la de él. Simplemente flotaba sobre mi asiento mientras mis ojos enfocaban la manga de su saco, a escasos centímetros de mi mano, como el único territorio posible.
Claro que soñé encontrarlo. Muchas veces. Imaginé pasillos de alfombras rojas en los que nos cruzábamos y yo festiva y ocurrente, entre tintineos de pulseras, lo besaba resuelta y le decía:
-          Maestro, ¡qué placer!
Pero así, manga a ojo, trama verde y negra jaspeada a yema de dedo, acariciando la textura de la tela de su saco, nunca deliré.
Mientras yo permanecía en patético trance, él sonreía paciente y firmaba los libros que la raza de valientes admiradores, a la que yo definitivamente no pertenecía, le acercaba con descaro e irreverencia. Con una sonrisa estúpida, a la derecha de su manga derecha, con mi dedo índice yo continuaba acariciando con unción la tela jaspeada, eternizando el instante, ya vencida por las evidencias de que era una cobarde. Admitiendo que nunca sería festiva ni ocurrente. Y que nunca tuve pulseras tintineantes.
¿Dónde había quedado la que años atrás bajaron de decenas de escenarios de festivales musicales, la que fue vergüenza de sus hijos en múltiples recitales donde el frenesí me empujaba sin pensar en el ridículo?
Sobre mi parálisis sobrevolaban mariposas amarillas y nunca me sentí tan poca cosa. Sólo mi dedo se movía con leves brincos, cada vez que tropezaba con un nudo diminuto del tejido de su saco. De la manga derecha de su saco, de la que me había hecho propietaria a fuerza de tantos frotes. Desfallecida de dicha, era ya una hebra más de aquél género sobre el que mi dedo delineaba praderas verdes y oscuras.
Cerré los ojos por un instante, mientras me hundía en aquellos pastos bicolores. Él y yo caminábamos de la mano. Éramos Remedios la bella y Mauricio Babilonia temblando de cercanía, en una verde pradera salpicada de guijarros negros. Nuestros pasos se adaptaban armoniosos, avanzando sobre la grava montuna de su manga, que atenuaba nuestra marcha, mientras me susurraba al oído que cabe todo abril en una rosa.
Los murmullos del mundo y sus hojarascas me expulsaron de mi paraíso. Abrí los ojos. Resignada recuperé mi movilidad y con desconsuelo ordené a mi mano que ordenara a mi dedo que basta de caricias. El paño, sin dudas, se había adelgazado a fuerza de tocarlo. Intentaría, con una hilacha de audacia, ponerme de pie, darle la mano, mirar de frente su rostro afectuoso al que comencé a reverenciar desde mis cientos de soledades. Si no lo hacía, si no me atrevía a perder mi invisibilidad, no existiría para mí una segunda oportunidad sobre la tierra.
Dominando mi cobardía, comencé a levantarme lentamente de mi silla, encandilada por los flashes que no cesaban. Pero su asiento enganchado en el mío, ya sin mi peso, hizo que él se tambaleara. Entonces giró su cabeza hacia mí y sus ojos me sonrieron:
-          No te vayas, que me caigo – me dijo.
Fulminada por su pedido, me desplomé sobre la silla. Y por un instante me sentí ama absoluta de su universo. Sin mí él se caía. Yo lo sentía con mi cuerpo, era la dueña del equilibrio de Gabriel García Márquez. Y permanecí inmóvil en mi silla, con mis pies torturados por las botas de gamuza de taco muy alto y mi tonta sonrisa que ya acalambraba mis mejillas. No osaba siquiera respirar, no fuera que hiciera tambalear al maestro. No fuera que el mágico paseo por la pradera de su manga se borrara de mi memoria y sus laberintos con un mínimo balanceo. Los sueños son una gasa tan frágil que el impredecible roce de la realidad los hace desaparecer. Si lograba que la yema de mi dedo grabara para siempre esa textura, habría alcanzado la eternidad sin funerales.
Dos hombres de seguridad se aproximaron decididos y ceñudos a salvarlo de los excesos de la idolatría. Entre brazos extendidos y llenos de fervor que el imploraban unos minutos más, lo ayudaron a incorporarse de su silla, a marcharse de mi lado. Ver alejarse para siempre de mi vida aquella espalda encorvada, enfundada en mi prado verde y negro, me hizo recobrar la voz:
-          ¡Sólo Dios sabe cuánto te amé! – casi le grité, aterrada ante mi impudor, creyéndome Juvenal Urbino antes de morir.
Se detuvo, se dio vuelta hacia mí y sonriendo apenas, como se sonríe a una fantasma, me susurró con el timbre exacto que utilizó cerca de mi oído en la pradera:
-          ¡Gracias!
Y yo supe que a partir de ese relámpago de amor sólo me restaba envolverme en el azul del cielo, que para mí sería ya para siempre color verde oscuro y negro, y morir feliz, sin anunciar mi muerte a nadie.   


1 de septiembre de 2012

Sábado

Era un sábado. Se levantó en pijama, olvidó ponerse los anteojos y se instaló frente a el televisor. Su hermana ya estaba en el living, mientras dibujaba en la mesa chiquita, miraba de reojo un canal de dibujos.
- ¡A desayunar! - gritó el padre.
Ninguna se movió de su lugar.
Ella, estaba a unos pasos del televisor, tanto, que tenía que mirar hacia arriba.
El televisor se apagó y el padre repitió: -A la mesa, a desayunar.
Se movió automáticamente hacia el baño a mojarse las manos y después secarlas.
Se sentó en su silla y tomó la leche de un sólo trago.Con bigotes blancos, le sonrió al padre, mientras su hermana le decía:- Avril, tenés bigote.
 - Sí, ya lo sé, Iara.
Se levantó, volvió al baño y se paró en su sillita blanca para poder reírse de sus bigotes un rato.
Volvió al living, levantó su taza y la llevó a la cocina.
Prendió la televisión. A veces conversaban con su hermana sobre el programa... pero mientras se iba acercando el mediodía, se peleaban más y más.
A almorzar vendrían visitas y seguramente, ambas estarían llorando.