7 de noviembre de 2010

Llamadas lejanas


Escuchaba sonar el teléfono como en un eco lejano, como si fuera parte del sueño que en mi cabeza se perpetraba, un campo con flores primaverales, con tonos sepia, ahora invadidos por la urgencia.
Entonces decidí levantarme para atenderlo, pero en el momento justo en que estaba por responder, me detuve.
“¿Y si es él?”- me pregunté internamente.
La mano lista para actuar, sobre el teléfono. La vi extraña a mí, con conciencia propia.
Seguía sonando y cada vez se me antojaba más apremiante.
Levanté el tubo.
No respondí. Cortó.
“¿Y si era él?”. La pregunta estaba prendida a mi mente, sin intenciones de aflojarse.
Sin más intenciones de volver a dormir, me senté junto al teléfono esperando a que volviera a sonar.
Me comía las uñas, para evitar clavármelas en las rodillas, que encogidas como tenía las piernas, las tenía cercana a mi cara.
No sabría decir cuanto tiempo esperé en la misma posición, pero estaba segura de que volvería a llamar.
Hasta que finalmente el timbre se escuchó, agudo, molesto, inexorable.
Contesté.
- ¿Ana, sos vos?... ¿Estás ahí?... ¿Por qué no contestás?
Era él.
¿De qué me servía contestarle si ya sabía lo que iba a decirme? Él estaba seguro de que yo me encontraba al otro lado de la línea.
- Ana, contestá… Ya sé que estás, tengo que contarte algo importante, pero lo voy a decir una sola vez y quiero saber si me escuchás.
Asentí, pero no emití sonido.
Cerré los ojos, esperando a que dictara el veredicto.
- Voy a volver a llamar más tarde, espero que hablés para entonces.
El sonido intermitente de una llamada finalizada.
Suspiré con fuerza, para calmarme y volver a dormir.
Caminé con pesadez por el sopor del ambiente y que se colaba por todos los rincones de mi ser para ingresar plácidamente en mi cabeza.
Mi cuerpo, casi sin fuerzas, se apoyó sobre una cama improlija.
Mis ojos se rendían, hasta que terminaron por cerrarse sin necesidad de esfuerzo.
El campo de nuevo, aquél campo que conocía de memoria, que de chiquita había recorrido sin fin donde cada hebra de pasto se había grabado en mis manos.
Reía sin reparos y sin saber de qué, rodando en medio de flores silvestres, en una tarde soleada.
Fue en ése momento en que las nubes de tormenta se posaron sobre mí, seguidas de la frase impuesta por mi hermano: “Voy a volver a llamar”, que caía una y otra vez como gotas de lluvia, empapándome y llevándome consigo al suelo, que ya no era tierra sino barro y me fagocitaba.
Medio enterrada miré al cielo, soleado, pero podía sentir las gotas que resbalaban por mis mejillas.
Mi hermano me miraba desde arriba.
- Te estoy llamando, atendé – Mientras me hablaba, me extendía una mano para ayudar a levantarme.
Me desperté, sobresaltada, y el teléfono repicaba.
Me levanté sintiendo la cara mojada, me di cuenta de que estaba llorando.
Ana – Dijo mi hermano cuando atendí – Es el papá.
No tuvo que decir nada más, yo ya sabía.
- Está en camino.
Cortó.
Me vestí con ansias de verlo, pero con la tristeza que eso implicaba para todos los demás.
Abrí la puerta de entrada, el campo, las flores, el sol.
-         ¡Papá! – Grité al tiempo que corría, desgastando el pasto y reía sin reparos aunque ahora  sabía el
por qué.
En mi paraíso, sólo faltaba él.

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